jueves, 5 de abril de 2012

¿Estaremos los ciudadanos a la altura de la Democracia Participativa? I

(Nota: Este blog debe ser entendido como el desarrollo y presentación de una idea, por ello, si es la primera vez que lee sobre Democracia Participativa Gobedana, le recomiendo comenzar por la primera página  y continuar desde allí)

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Comenzaré disculpándome por no cumplir la promesa de escribir sobre D. Participativa Gobedana en relación con la Teoría de la Evolución. Por otra parte ¿qué cabría esperar? siendo este un blog sobre política… pues que no se cumplan las promesas. Bromas aparte, sucede que hasta ahora no encuentro el enfoque adecuado que me permita unir ambas cosas. 
Por el momento podemos concentrarnos en las dudas, y desconfianza, que genera en nosotros el que los ciudadanos tomen decisiones políticas o, dicho de otra manera, que los ciudadanos nos transformemos en gobedanos.
Las dudas más frecuentes suelen centrarse en que la mayoría, no estamos preparados para entender asuntos que requieren conocimientos legales y de la estructura administrativa del Estado; tampoco el ciudadano tiene porque entender de economía o comprender las bases técnicas de un proyecto de obra pública; también es inevitable albergar dudas sobre si los ciudadanos no terminaremos tomando decisiones sin visión de futuro, egoístas e irresponsables… Debemos despejar estas dudas o, al menos minimizarlas, ya que de esto depende en gran medida la credibilidad del modelo, por ello vamos a tratarlas de manera separada y detallada en varias entradas.
A todos nos impresiona la enorme complejidad burocrática y administrativa que existe en todos los países. A primera vista parece inevitable que, para tomar decisiones, los ciudadanos deberíamos convertirnos en unos especialistas en cómo funciona el Estado, los ayuntamientos y todos los organismos oficiales, con todas sus normas y procedimientos administrativos. No sé cómo se sentirá usted al respecto; pero a mí me dan sudores fríos sólo con pensar que tengo que ponerme a estudiar para conocer todo eso. Veamos si podemos evitarlo o, al menos, minimizarlo.
Usted, seguramente maneja al cabo del día multitud de objetos de una enorme complejidad y no se cohíbe ni se acompleja ante ellos o, al menos, ha aprendido a disimularlo con estilo. Me refiero a coches, ordenadores, teléfonos, lavadoras, reproductores de imagen y sonido, acondicionadores de aire y un sinfín de cosas más. Sabe lo que quiere de esas máquinas y si funcionan bien o dan problemas. De la mayoría de estos objetos tiene tan sólo una vaga idea de en qué se basa su funcionamiento, y a veces ni eso. Por suerte el fabricante, en la medida que le ha sido posible, ha simplificado los controles para su manejo hasta hacerlo casi intuitivo; es más, cuanto más sofisticados más fáciles son de manejar. Sucede igual con el aparato burocrático del Estado o de los ayuntamientos, no se requiere que nos hagamos expertos conocedores de sus intimidades. Lo que tendrá que suceder es que los mecanismos de manejo, “los paneles de control”, se adapten a nosotros. Al igual que prometen las marcas de automóviles de sus modelos, necesitamos una Administración del Estado que responda con rapidez y fiabilidad a las órdenes que reciba del electorado; que sea de manejo sencillo, con gran maniobrabilidad, bajo consumo, confortable, seguro y, cómo no, disponible en una amplia gama de colores.
Tal vez haya exagerado y para ciertos aparatos, como coches y ordenadores, hayamos tenido que aprender ciertas cosas como el código de circulación o algo de jerga informática; pero el grueso de nuestro conocimiento sobre estos asuntos, la mayoría de nosotros, los hemos ido adquiriendo con el uso, de la manera más natural. A base de ejercitar la democracia terminaremos por enterarnos de lo más imprescindible sobre la administración. Y si, finalmente, hay que aprender algún rudimento para vérselas con la administración ¿para qué está el colegio sino para adaptar a los futuros gobedanos a la sociedad en la que van a vivir? La educación siempre ha servido para socializar, y la socialización pasa, en toda época, por que el niño aprenda a obedecer las leyes. Pues bien, la Democracia Participativa requerirá del individuo no sólo que obedezca las leyes, sino que, además, las discuta y las vote, incluso las promueva, por tanto, ya nos cuidaremos de que los jóvenes aprendan lo necesario para ello.
Espero no haber confundido al lector hablando de educación. Para ser demócrata la condición indispensable es poder ejercer la democracia; es decir que se nos permita discutir y votar, lo de la educación tiene que ver con hacer las cosas más fáciles, pero no con convertir a nadie en más demócrata. Seremos más demócratas cuando podamos discutir y votar sobre más cosas, repito y no me cansaré de repetirlo, y no cuanto más oigamos hablar de las excelencias de una democracia de la que, al fin de cuentas, casi carecemos, ni de que nos sepamos de memoria los artículos de la constitución. Es la practica lo que fundamentalmente nos hará actos para gobernar y no tanto la educación.
Por otra parte, la complejidad de las leyes administrativas no es algo inevitable y, mucho menos inocente. A lo largo de la historia la burocracia se ha conformado a las necesidades del Estado, y no será nada novedoso ni extraordinario que lo siga haciendo cuando sea el ciudadano el que ejerza, en parte, el poder político.
Conviene tener muy claro que la Administración del Estado es la que está a nuestro servicio y no al revés, contrariamente a lo que piensan algunos burócratas. De modo que será ella quién tendrá que cambiar y reinventarse, adaptándose a nuestras necesidades. En la medida que sepamos cuáles son esas necesidades, empezaremos a sentirnos mucho menos acomplejados ante la Administración. Veamos cuáles pueden ser algunas de estas necesidades.
La democracias representativas actuales, en la medida que existen fuerzas que los mueven hacia la Democracia Participativa, lo sepan o no los politicos, propugnan una Administración cada vez más cercana al individuo, y ésa es una buena noticia. Ahora bien, por muy buena voluntad que tengan los políticos, hasta que no se plantee con claridad que nos encaminamos hacia una sociedad gobernada en parte por los ciudadanos, no podrán impulsar cambios profundos por la sencilla razón de que no saben hacia dónde nos dirigimos.
Juega en contra de la Administración del Estado el que sigue siendo heredera de administraciones anteriores que tenían como una de sus funciones más importantes separar a la población de los gobernantes. Mucho del oscurantismo y complejidad que rodea la Administración no es inevitable ni accidental sino que se busca con toda intención para abrumar, confundir y en definitiva crear distancia entre gobernantes y gobernados.
Los políticos actuales, como sucedía en la monarquías totalitarias o en las dictaduras, siguen necesitando construir un muro a su alrededor; el mantenimiento de este muro de separación entre el Estado y el ciudadano le corresponde crearlo, al menos en gran parte, a la propia Administración. El oscurantismo es la argamasa con que se pegan los ladrillos de esa barrera. No lo digo como crítica, sencillamente el Estado y la sociedad entera necesitan de esa distancia y, en consecuencia, cada uno de nosotros también, por eso nos resulta tan natural.
A esto hay que añadir que todos los que forman la Administración del Estado colaboran consciente o inconscientemente en este asunto de crear barreras burocráticas. Efectivamente, las personas que conforman la Administración del Estado, a los que no podemos considerar políticos sino pertenecientes a un tipo de actividad laboral especial, intentan sacar ventajas del hecho de ser “aduaneros” en los caminos que comunican al poder con los ciudadanos. Cuanto más tiempo vive una sociedad bajo un modelo de gobierno, más tiempo tienen las personas que conforman la Administración burocrática de ese Estado de hacerse indispensables y de desviar hacia sí mayores porciones de la renta nacional. En consecuencia, es de suponer que la Administración, sin negarle su vocación de servicio a la sociedad y todas esas cosas que damos por supuestas, genere una tendencia hacia la complejidad y la confusión en la medida que eso les confiere poder.
La oscuridad de la Administración tiene, pues, dos distintos e interesados orígenes. Conviene distinguir con claridad qué complejidad le sirve al Estado en sí mismo y a la sociedad, y cual tiene por objetivo únicamente desviar poder a manos del funcionariado.
En cuanto a la primera causa del oscurantismo –separar al Estado del ciudadano–, perderá su utilidad a medida que quienes ejerzan el poder sean los propios ciudadanos. Sin duda lo más efectivo para que algo desaparezca es que deje de ser útil, de manera que podemos concluir que la Democracia Participativa, por sí misma, hará desaparecer una parte considerable del oscurantismo y la complejidad de la Administración.
En cuanto a la oscuridad y complejidad de la Administración del Estado que tiene como finalidad desviar poder hacia los funcionarios, podemos evitarla, en parte, si nosotros mismos valoramos la sencillez. Cuando haya que votar entre varios procedimientos administrativos similares, el ciudadano deberá elegir siempre el más sencillo y transparente. Lo adecuado será comportarse como los científicos que entre dos teorías, que sirven para explicar los mismos fenómenos, eligen siempre la más sencilla. Sería la navaja de Occam de la Democracia Participativa.
Otro desafío para la burocracia futura será esforzarse para que los votantes relacionen, con claridad, las decisiones que tomasen con las consecuencias de esas decisiones. De esa manera los votantes podrían ir haciendo ajustes a cada nueva votación. Si por el contrario no pudiesen relacionar decisiones y consecuencias de esas decisiones, los electores serán como arqueros ciegos que sólo les queda confiar en su suerte a cada nuevo disparo, ya que no pueden ajustar el próximo tiro sirviéndose, para orientarse, del resultado del anterior. Tan importantes son las expectativas que se han creado con una decisión tomada mediante votación, como saber si esas expectativas se están cumpliendo. Por tanto, cada decisión deberá incorporar unos indicadores para ser evaluarla de manera continuada haciendo públicos informes en fechas prefijadas.
En este sentido muchas cosas tendrán que cambiar. Concretamente, para relacionar las decisiones sus efectos habría de cambiar la manera en que se elaboran los presupuestos. En la actualidad los gastos y los ingresos del Estado están separados. Se diga lo que se diga, en la práctica, el dinero que recibe el Estado pasa a una caja común y luego se va sacando de ella para lo que se necesita. En la nueva democracia, cada gasto tendrá que ir ligado, en la medida de lo posible, a la forma en que se va a financiar. Y no solo que se diga sino que se cumpla.
Los impuestos deberían aumentar y disminuir de acuerdo con las necesidades específicas. Si lo que cuesta un bien, o un servicio, para la comunidad baja de precio también ha de disminuir el impuesto que lo financia. Si bajase el precio de la energía eléctrica para iluminación, los impuestos tendrían que disminuir en la misma cuantía. Lo que se hace hoy, en un caso similar, es trasladar ese ahorro para financiar otra partida.
De igual manera es importante que las administraciones hagan un esfuerzo por concretar con mucha más precisión que ahora el precio individual de cada servicio. A todos nos encanta que el ayuntamiento y el Estado nos den servicios, y no pagar directamente por ello; naturalmente nada es gratis, por tanto, conviene que cada ciudadano sepa cuánto le cuesta cada servicio “gratuito” que recibe. Si en el supermercado no estuvieran claramente marcados los precios de cada producto y en la caja se limitasen a cobrarnos el total de la compra, ¿cómo podríamos sacarle el máximo rendimiento a nuestro dinero? En el fondo, lo único que proponemos es hacer más fácil de llevar a la práctica lo que se dice en las campañas propagandísticas oficiales sobre que la Administración pretende dar el mejor servicio al ciudadano.
También puede abrumarnos tener que votar leyes muy extensa que regulan parcelas muy amplias de la sociedad. En este sentido hay que puntualizar que en una Democracia Participativa Gobedana, en nuestra opinión, no se tendería tanto a crear leyes nuevas como a un “desarrollo incremental” de las leyes ya existentes. En muchas democracias actuales, sobre todo las menos consolidadas, cada vez que las elecciones dan el poder a un nuevo partido –o a una coalición distinta a la que gobernaba hasta ese momento– éste se cree con el derecho a cambiar las leyes; me refiero a modificarlas radicalmente. Así cambian de forma sustancial los planes de educación primaria y universitaria o el marco general del mercado laboral, los impuestos, etc., como si lo anterior fuese un tremendo error. Cosa que entra dentro de lo posible, al fin y al cabo las leyes las hicieron los anteriores gobernantes, igualmente sin consultar normalmente a la ciudadanía. Por supuesto, todas las leyes requieren de un continuo mantenimiento y adaptación a las nuevas circunstancias; pero lo que no se puede entender desde el punto de vista de la Democracia Participativa es que se haga una negación completa de las leyes anteriores cada pocos años. En la nueva democracia, después de un periodo de adaptación, lo natural sería que los votantes diesen por buenas las leyes y no se empeñasen en cambiarlas cada pocos años. Lo habitual seria entonces modificaciones puntuales de las leyes, dando lugar a lo que he llamado antes “desarrollo incremental” de las leyes, y no vérselas con leyes generales y extensas a cada momento. Los gobedanos en el futuro no deberían consentir que se les propusieran a discusión y posterior votación leyes demasiado extensas, y, caso de necesidad, se discutiesen de manera fraccionada. La razón es obvia: facilitar la compresión al ciudadano del tema a tratar e impedir que unas cuestiones se solapen con otras, evitando así la confusión y la manipulación en la Discusión Pública.


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